Por estas páginas, como por todas las casas, transitan fantasmas. Surgen del pasado que siempre nos persigue y arden, como la memoria, para no consumirse nunca. Sus leves pisadas unen algunos de estos relatos como piezas de un rompecabezas familiar en el que afloran traumas reprimidos, secretos, relaciones paternofiliales o detalles olvidados que explican historias por las que ya nadie pregunta. El abandono, el silencio, la tragedia de los refugiados, la gentrificación urbana, las consecuencias de la catástrofe climática o la alienación laboral son otros temas que ocupan estas vidas solitarias y desprotegidas, siempre a punto de venirse abajo como las casas que les intentan dar cobijo y que absorben su dolor y sus pérdidas hasta hacerlas suyas. «Llegas hasta mí, hasta el borde de la acera, y te veo levantar la vista hacia mis ventanas (…). Te echo tanto de menos como tú a mí. Sólo soy una casa, estoy hecha de ladrillos y hormigón, pero tengo cimientos como raíces, tuberías como arterias que transportan sangre, corrientes de aire que son mi respiración, ventanas a través de las que observo. Y tengo memoria. La que ha permanecido en mí, la que tú depositaste. Yo soy todos los fantasmas que se han quedado aquí. Los que caminan, los que lloran, los que se esconden asustados o los que te están mirando ahora desde mi terraza, inmóvil en la calle, con la cara levantada y los ojos fijos en ellos pero sin llegar a verlos. Sube, por favor. Te abriré la puerta y verás que todo acaba en mí. Soy una casa, pero también soy habitante: me instalo en las mentes».